Layla Martínez ||
La amenaza se repite una y otra vez: cualquier intento de mejora colectiva en el ámbito laboral, por tímido que sea, es contestado con predicciones de cifras de paro catastróficas, con vaticinios que cuentan por cientos de miles la pérdida de puestos de trabajo. Es ya una tradición: sucedió con la jornada laboral de ocho horas, con la prohibición del trabajo infantil, con la baja de maternidad, con la subida del salario mínimo, con las vacaciones. Lo hacen con cada derecho laboral conquistado y con cada reforma del estatuto de los trabajadores. Nos amenazan con perder el trabajo porque en la sociedad capitalista solo hay una cosa peor que la explotación laboral: no ser explotado, estar en paro y ver cómo se agotan el subsidio y los pocos ahorros que hemos conseguido juntar, si es que no están ya en el bolsillo del casero.
La transición ecológica no va a ser una excepción. Cada medida para frenar la crisis climática va a tener que enfrentarse a predicciones catastróficas sobre destrucción de empleos. De hecho ya está sucediendo: en una entrevista, la prensa conservadora estadounidense intentó poner contra la cuerdas a la presidenta de la Association of Flight Attendants, un sindicato de azafatas que representa a más de cincuenta mil trabajadoras de veinte compañías aéreas diferentes. Parecía fácil ganarse a las azafatas con amenazas de despidos masivos, al fin y al cabo la aviación es un sector muy contaminante que necesita ser reducido drásticamente si queremos frenar la crisis climática. Por suerte, Sara Nelson no se dejó intimidar: «Eso es absurdo. No son las soluciones a la crisis climática las que acaban con el trabajo. Lo que acaba con el trabajo es la crisis climática».
La experiencia histórica nos dice que las amenazas de pérdidas de empleo no son ciertas: la jornada de ocho horas no supuso una catástrofe económica, la prohibición del trabajo infantil no provocó el cierre de miles de empresas y la baja de maternidad no dejó sin trabajo a cientos de miles de mujeres. Tampoco el último aumento del salario mínimo en el Estado español ha provocado un aumento en las cifras del paro, de hecho se redujeron considerablemente. Pero además, en el caso de la crisis ecológica, estas amenazas deberían tener menos efecto todavía sobre nosotros: la transición ecológica necesita una cantidad de trabajo tan grande que la perspectiva es casi abrumadora. Es cierto que algunos empleos desaparecerán, otros se reducirán y otros tendrán que transformarse, pero también es verdad que se necesitan crear muchos otros puestos, suficientes para absorber a todos los trabajadores de los sectores perjudicados. Transformar una sociedad como la nuestra de forma suficientemente profunda como para frenar la crisis climática supone la movilización completa de la fuerza de trabajo, un esfuerzo colectivo de dimensiones gigantescas. En ese proceso habrá que enfrentar resistencias enormes y acumular el suficiente poder como para vencerlas, afrontar muchos desafíos y solucionar innumerables problemas, pero sin duda la falta de trabajo no tiene por qué ser uno de ellos.
Transformar los trabajos existentes
Una gran cantidad de los trabajos que existen actualmente van a seguir siendo necesarios durante la transición ecológica: vamos a seguir necesitando alimentación y transporte, cuidados y vivienda, ocio y cultura, sanidad y suministro energético, entre otras muchas cosas. Algunos de ellos apenas necesitarán cambios: una cuidadora, una médica, una conductora de autobús o una profesora no van a ver modificadas sus funciones ni la forma en que desempeñan su trabajo. Es cierto que, a medida que avance la transición, idealmente estas profesiones serán sacadas completamente del mercado, pero la esencia de su trabajo seguirá siendo la misma: seguirán atendiendo enfermos y personas dependientes, conduciendo el autobús y educando niñes de una forma muy similar a como lo hacen ahora.
Otros sectores, en cambio, sí verán modificadas sustancialmente las tareas que desempeñan. Más allá del sector público, el criterio que rige la configuración del mercado de trabajo en una sociedad capitalista es la obtención de beneficio. Si ese criterio es sustituido por el de frenar la crisis climática de la forma más justa posible para todos los seres que habitan el planeta, es lógico que muchos empleos tengan que modificarse sustancialmente, incluso aunque las necesidades que cubren sigan existiendo. Un buen ejemplo es el de la construcción. Si se considera la vivienda un bien básico que no puede estar regido por el mercado, el sector de la construcción tendrá que enfrentarse a grandes cambios. Es obvio que seguiremos necesitando viviendas, pero ya no se podrá especular con ellas, algo habitual en el Estado español, por lo que el cambio será significativo.
En este ámbito, una primera medida (que además tendría unos efectos políticos considerables dada la importancia de la vivienda como herramienta de extracción de rentas y de sometimiento de clase) podría ser lanzar un plan público ambicioso de acondicionamiento y rehabilitación de edificios, a la vez que se paraliza la construcción innecesaria de vivienda nueva. Las viviendas son auténticos agujeros negros de energía: el mal aislamiento en ventanas, muros y tejados, los sistemas de calefacción y refrigeración antiguos y deficientes y la inadecuación de muchos edificios a su entorno tienen unos elevadísimos costes energéticos que pueden ser evitados. Colocar buenos sistemas de aislamiento, sustituir las ventanas viejas, mejorar los sistemas de ventilación y sustituir los sistemas de calefacción y refrigeración por opciones menos contaminantes como las bombas de calor es algo que ayudaría a reducir enormemente el gasto. Medidas tan sencillas como colocar toldos y ventiladores de techo, cuyo consumo energético es muy bajo, ya suponen un descenso de la temperatura dentro de los hogares, así que es fácil imaginar el cambio tan significativo que podría suponer un buen aislamiento en muros y tejados.
Por supuesto, los planes de acondicionamiento y rehabilitación no se limitarían únicamente a las viviendas. La mayoría de nosotros hemos sufrido aulas con corrientes de frío que obligaban a estar en clase con guantes y abrigo en invierno y donde era imposible aguantar el calor en primavera porque los ventanales creaban un efecto invernadero. Muchos también hemos tenido que trabajar en oficinas donde no se podían abrir las ventanas porque el propio edificio no estaba diseñado para ello, lo que obligaba a tener el aire acondicionado funcionando desde marzo. Un plan de rehabilitación de edificios en este sentido requeriría una gran cantidad de mano de obra, ya que prácticamente no hay un solo edificio que esté acondicionado a la situación actual y mucho menos a un previsible aumento de las temperaturas o a otros fenómenos inesperados. En términos de empleo, no solo absorbería a todos los trabajadores que ya no se dedicasen a la construcción de vivienda nueva, sino que habría que emplear a muchas más personas: imaginemos lo que supondría rehabilitar y acondicionar todos los edificios de una ciudad como Barcelona, uno por uno, y pensemos en extender eso a todo el territorio, pero imaginemos también los proyectos educativos y de formación que este plan requeriría, las necesidades administrativas y de supervisión pública que podría necesitar o el impulso que supondría para industrias que hasta ahora no servían materiales de construcción a esta escala. Porque, por supuesto, esta rehabilitación tendría que hacerse con materiales respetuosos con el medio ambiente y no con muchos de los que se emplean actualmente, cuyo proceso de fabricación es altamente contaminante. El cáñamo y la fibra de madera de fabricación local son buenas opciones para el aislamiento.
Sin embargo, no todos los sectores permiten una conversión tan inmediata como la construcción. El turismo, que supone un 12,7 % del empleo en el conjunto del Estado y un 12,3% del PIB, requiere de actuaciones más complejas. Los vuelos son una de las fuentes de contaminación más importantes, por lo que tendrían que disminuir de forma drástica y reservarse para casos justificados, como que las personas migradas pudiesen visitar a sus familiares. Esto supondría una reducción enorme del turismo internacional, que quedaría limitado a las distancias que se pudiesen cubrir en medios de transporte menos contaminantes. También sabemos que los alojamientos de lujo son mucho más contaminantes que los hostales y campings, por lo que habría que intervenir también en este ámbito. Así, una primera intervención tendría que ir dirigida reconvertir el turismo actual en uno de proximidad, realizado en transporte público y con alojamientos en hostales y campings. Pero podríamos ser mucho más ambiciosos, por ejemplo, con una oferta pública de alojamientos y con un reparto del tiempo de trabajo que permitiese acumular vacaciones mucho más largas y tener años sabáticos pagados, lo que permitiría residir durante un tiempo en otro lugar o hacer viajes más largos en bicicleta o en tren. Creo que muchos estaríamos de acuerdo en que tener un año sabático cada seis o siete de trabajo para poder hacer un viaje en bici, aprender a hacer surf o simplemente dedicarnos a tejer una colcha de ganchillo es bastante más gratificante que un viaje de una semana a una ciudad atestada que no vas a conocer más allá de las tres atracciones para turistas que visita todo el mundo y de unos platos típicos recalentados que los habitantes locales se niegan a considerar comida.
Aunque muchos trabajos se conservasen y otros se transformasen, hay un buen número que tendría que desaparecer. Si no son bienes de uso universales, la producción de ese bien ha de ser clausurada.
Otro sector que requiere un plan de reconversión ambicioso es la industria, incluso en países altamente desindustrializados. Muchos de los objetos que se fabrican actualmente tienen que desaparecer, simple y llanamente, como los automóviles privados; otros tienen que reducirse drásticamente y necesitan una transformación completa de su proceso productivo, como la ropa. Además, en la medida de lo posible, sería deseable que la producción se realizase cerca del lugar donde las mercancías vayan a ser consumidas, por lo que es importante una cierta relocalización de industrias en los territorios. En sectores como el textil serían deseables industrias más pequeñas que utilizasen tejidos vegetales de proximidad. Otros sectores que requieren tecnologías más punteras, como la maquinaria para diagnóstico y tratamiento médico, podrían aprovechar parte de la industria desmantelada. Esto sin duda requiere esfuerzo, pero el ejemplo de la planta de Seat en Martorell durante la pandemia resulta esperanzador: en apenas unos días, la fabricación de coches fue sustituida por la de respiradores. No es el único: en 1976, los trabajadores de Lucas Aerospace Corporation, una empresa dedicada a la aeronáutica de uso militar, presentaron un plan de viabilidad para responder a las amenazas de la empresa de eliminar miles de puestos de trabajo. El plan, coordinado por los enlaces sindicales, incluía más de ciento cincuenta diseños de productos que se podían fabricar en la planta, todos social y ecológicamente responsables, desde bombas de calor y aerogeneradores a casas eficientes energéticamente. El Plan Lucas, como se lo acabó conociendo, también contaba con análisis de mercado, programas de capacitación y planes de organización de los trabajadores para que los empleados manuales y los ingenieros trabajasen de forma conjunta coordinando los conocimientos de unos y otros. Nada de aquello prosperó. El plan chocó con la hostilidad de la dirección, que siguió con los despidos y echó a varios de los promotores de la medida.
Destruir los trabajos destructivos
No obstante, aunque muchos trabajos se conservasen y otros se transformasen, es cierto que hay un buen número de empleos que tendrían que desaparecer. El criterio decisivo tendría que ser, en primer lugar, la contribución de ese sector a la crisis climática: las macrogranjas, los automóviles privados o la aviación comercial no tienen lugar en la transición ecológica. Si no son bienes de uso universales —esto es, si no es sostenible ecológicamente que cada ser humano tenga acceso a ese producto—, la producción de ese bien ha de ser clausurada. La discusión política simplemente partirá de cómo y con qué plazos ha de implementarse esto, no de si ha de hacerse. También sería importante establecer un criterio de utilidad social: en la medida en que no solo necesitamos producir otras cosas sino también producir menos, lo que se produzca debe ser útil para la mayor cantidad de gente posible y durar el máximo tiempo posible. Esto implica que tenemos que dejar de producir objetos destinados a durar muy poco tiempo o a satisfacer caprichos puntuales, como muebles de mala calidad o juguetes de usar y tirar. Pero esta manera tan idiota de producir también puede extenderse a muchos otros ámbitos. Pensemos por ejemplo en el concepto de «trabajos de mierda» que creó David Graeber en 2018. La definición de Graeber era clara, los trabajos de mierda eran todos los empleos inútiles, innecesarios o perniciosos cuya única función, en última instancia, era mantener las relaciones de estatus existentes en el mundo laboral. Dentro de esta definición incluía a los capataces y mandos intermedios, pero también a lo que denominaba matones —empleos dedicados a amenazar, engañar o dañar a otros en beneficio de su empleador, como los abogados corporativos— y a los que denominaba lacayos —cuya función era que sus empleadores se sintieses importantes, como los porteros de los edificios—. Si es necesario movilizar una gran cantidad de esfuerzos de toda la población, parece bastante estúpido mantener en su puesto a un portero cuya única función es abrir la puerta de un edificio de lujo y saludar con tono servil.
El criterio de utilidad social también supondría eliminar sectores cuya finalidad es el beneficio especulativo de unos pocos, como los fondos de inversión, o directamente el exterminio de la población, como la industria armamentística y militar. Esto último es especialmente significativo si consideramos que la huella de carbono de los ejércitos es enormemente elevada: un estudio publicado en 2019 por los investigadores Oliver Belcher, Patrick Bigger, Ben Neimark y Cara Kennelly calculó que la huella de carbono del ejército de Estados Unidos era similar a la de Perú y Portugal; si fuera un país, estaría en el puesto 49 del mundo de un total de casi doscientos.
Por otro lado, también habría que eliminar determinados empleos por cuestiones de justicia social, como el servicio doméstico interno o los falsos autónomos. En el caso de los autónomos que sí trabajan para varios empleadores sería deseable un plan de conversión en trabajadores asalariados. La mayoría de los autónomos no llegan al salario mínimo y están realizando trabajos que antes no se externalizaban, como los periodistas o los traductores y correctores editoriales, por lo que, durante el periodo de transición, sería deseable obligar a las empresas a integrarlos de nuevo en sus plantillas.
La desaparición de todos estos sectores supondría pérdidas de puestos de trabajo, pero serían absorbidos por los nuevos empleos surgidos de las propias necesidades de la transición ecológica.
Crear nuevos trabajos
Para que la transición ecológica sea justa y garantice las mejores condiciones de vida posibles para toda la población, debe ir acompañada por un fortalecimiento del sector público. Es necesario acabar con los continuos recortes en él, revertir el deterioro de los servicios públicos de las últimas décadas y las privatizaciones cubiertas y encubiertas. Esto implica lanzar un ambicioso plan de empleo destinado a la sanidad, la educación y la administración pública. Este plan no solo debe recuperar los puestos de empleo perdidos en las últimas décadas, sino también intentar mejorarlos para conseguir una educación y una sanidad de mayor calidad que cubra ámbitos que hasta ahora han quedado fuera total o parcialmente, como las escuelas infantiles, el dentista y la óptica. A esto habría que unir un ambicioso plan de transporte público, preferiblemente en tren y en todas sus distancias, lo que también supondría una importante oferta de empleo.
Pero además, el sector público tendría que crecer también en otros sectores que ahora están en gran parte en manos privadas, como las residencias de ancianos, los servicios de asistencia domiciliaria y las guarderías. Esto no es solo una cuestión de justicia social, sino también de justicia feminista, ya que los cuidados siguen recayendo sobre las mujeres de forma mayoritaria. Aquí también podríamos ser más ambiciosos, para no solo arrebatar terreno al mercado, sino para alimentar la creatividad pública, y pensar así una red de comedores públicos. No se trataría de comedores pensados para los sectores excluidos de la población —la idea es que no haya nadie excluido—, sino para todo el mundo: un lugar en tu propio barrio donde puedas ir a comer un menú sano, sabroso y sostenible por un precio muy reducido. Por supuesto no sería obligatorio, pero sus ventajas serían muchísimas: asegura un derecho básico como es una buena alimentación, contribuye a generar lazos sociales, ayuda a mejorar la distribución y aprovechamiento de los alimentos y saca trabajo reproductivo del interior de los hogares.
Otro ámbito en el que también debería crecer el sector público es el relacionado con los animales no humanos. La lucha contra la crisis climática implica necesariamente otra forma de relación con el resto de seres que habitan el planeta, una relación que debe construirse en base la responsabilidad y no a la explotación. Una buena medida en este sentido sería la creación de una red de veterinarios, protectoras y santuarios destinados tanto a los animales salvajes como a los domésticos y que proporcionase atención y cuidados gratuitos a todos los seres que lo necesitasen y, en el caso de los animales salvajes, permitiese su vuelta a su hábitat natural cuando fuese posible. Los centros que actualmente prestan sus servicios de forma privada podrían integrarse en el sector público, pero es previsible que además se tuviesen que crear más espacios así e infinitamente mejor dotados, sobre todo para acoger a los animales que fuesen liberados de las macrogranjas.
Otro sector donde también sería deseable un crecimiento del sector público es en el de la cultura. Las subvenciones y la producción cultural pública no solo permitirían acabar con las brechas de clase, género y raza en la creación artística y cultural, sino también con las acusadas diferencias territoriales entre unas zonas y otras, que hacen que haya un puñado de ciudades que concentran toda la producción y otros muchos lugares donde es imposible ver siquiera una película comercial en el cine. La transición ecológica no debería tener como objetivo únicamente la mera supervivencia, sino también la creación de vidas deseables y satisfactorias, por lo que el ocio y la cultura juegan un papel importante.
Pero además de la expansión de sector público en ámbitos que han sido deteriorados en las últimas décadas o que hasta ahora estaban en manos privadas, la transición ecológica también necesita la creación de una serie de empleos destinados específicamente a combatir la crisis climática. Estos trabajos climáticos estarían centrados en el desmantelamiento de infraestructuras e industrias fuertemente contaminantes y en el tratamiento de los residuos que produjese esta actividad, así como en la descontaminación y la limpieza de suelos y aguas. También incluiría la restauración de ecosistemas deteriorados y la renaturalización de espacios como los cauces de los ríos, las playas, los fondos marinos y los pastos liberados de la producción de alimento para el ganado. Los efectos de la crisis climática conllevan además un mayor riesgo de incendios forestales, inundaciones y desastres naturales, por lo que habría que incrementar en un número importante la mano de obra destinada al cuidado de los espacios naturales y a la prevención de estos riesgos, así como a la evacuación y protección de personas y animales cuando estos no puedan evitarse. Pero podemos ser incluso más ambiciosos y pensar en una renaturalización de las propias ciudades: cuidar la fauna urbana, desasfaltar y aumentar exponencialmente la vegetación en plazas y calles, así como la creación de amplios huertos urbanos y zonas donde dejar crecer la vida vegetal y animal de manera autónoma no solo hace que las nuestras sean mucho más agradables, sino que además, ayuda a disminuir la temperatura tanto en el exterior como en el interior de los edificios y las viviendas.
Estos trabajos climáticos podrían articularse mediante la creación de un cuerpo destinado específicamente a ello. En Reino Unido, la campaña que demanda la creación de este cuerpo propuso el nombre National Climate Service con el objetivo de vincularlo emocionalmente al National Health Service, el servicio nacional de salud, la institución más respetada del país. En Estados Unidos, la propuesta del Green New Deal le dio el nombre de Civilian Climate Corps con ese mismo objetivo, establecer un anclaje emocional, en este caso doble: por un lado, con el ejército, la institución más respetada en ese país; por otro, con los Civilian Conservation Corps, un cuerpo de conservación de la naturaleza que creó Roosevelt en el marco del New Deal y de donde se había tomado la idea. En el Estado español quizá podría vincularse con los bomberos, un cuerpo respetado y querido por la mayor parte de la población.
Frente a las visiones catastrofistas de destrucción de miles de puestos de trabajo, la transición climática se presentaría como la posibilidad de tener un empleo satisfactorio, útil y seguro.
No obstante, más allá del nombre, la creación de este cuerpo podría dar empleo a miles de personas. Además, su puesta en marcha tiene una serie de ventajas importantes respecto a otras medidas, lo que hace que pudiese ser una de las primeras en implementarse. En primer lugar, generaría una resistencia mucho menor, ya que en este ámbito no hay apenas sector privado y el que existe no cubre muchas de las funciones que realizaría este cuerpo, algo que sí sucede en el caso de los veterinarios o las residencias de ancianos, por ejemplo. Por otro, se trataría de empleos socialmente útiles, poco alienantes, que fijarían población en territorios diversos y que además permitirían trabajar en gran medida al aire libre y en entornos naturales, una cosa que resultaría atractivo para una parte importante de la población. Creo que no es demasiado arriesgado afirmar que mucha gente preferiría estos trabajos a los que ofrecen sectores como el turismo, sobre todo si además se trata de empleo público seguro y con un buen salario. Pero, además, que esta fuese una de las primeras medidas que se pusieran en marcha en la transición ecológica tendría una importante carga simbólica, ya que permitiría combatir la amenaza del desempleo. Frente a las visiones catastrofistas de destrucción de miles de puestos de trabajo, la transición climática se presentaría como la posibilidad de tener un empleo satisfactorio, útil y seguro.
Cambiar la forma de trabajar
La transición ecológica no solo debe cambiar profundamente en qué se trabaja sino también cómo se hace y durante cuánto tiempo. Una primera medida urgente sería establecer una prohibición de trabajar por encima de una determinada temperatura, pues, como por desgracia este año hemos visto, los golpes de calor cada vez mayores matan también cada vez a más trabajadoras. Una segunda medida, que ya tiene bastante recorrido público, podría ser la reducción de la jornada laboral, pasando a una semana de cuatro días laborables. Esto supone la liberación de un día completo, que puede dedicarse a descanso y ocio. El fin no es que sirva para conciliar mejor el trabajo productivo y el reproductivo —entre los objetivos de la transición ecológica también debería estar sacar trabajo reproductivo del interior de las casas, como hemos dicho antes—, sino que esos días sean efectivamente liberados. Las ventajas para la crisis climática de la semana de cuatro días han sido ampliamente estudiadas en lo que se refiere a reducción de desplazamientos y de gasto energético en los centros de trabajo, pero es también una cuestión de justicia social, para disponer de más tiempo para una misma y para compartir tiempo con otras personas, para descansar, para divertirse, o para participar en procesos de toma de decisiones colectivas.
En cuanto al conjunto de la vida laboral, sería deseable reducir la edad de jubilación y establecer la posibilidad de disfrutar de un año sabático pagado cada varios años de trabajo, según proponíamos antes. Como sucede con la reducción de la semana laboral, esto permitiría liberar tiempo para realizar proyectos personales, descansar y disfrutar de proyectos colectivos. En definitiva, ayudaría a desplazar el trabajo del lugar central que ocupa actualmente en la experiencia vital de las personas e impedir que continúe siendo la actividad que estructura, organiza y condiciona todas las demás.
En lo que se refiere a cómo se trabaja, es necesario crear empleos con buenas condiciones laborales y buenos salarios y que además sean útiles, significativos y estén socialmente valorados. Pero, además, la transición ecológica debería realizar un plan ambicioso de democratización de los centros de trabajo. Los trabajos no pueden seguir siendo el pozo de violencia, autoritarismo y sometimiento que son en las democracias liberales. Las trabajadoras deben poder tomar decisiones colectivas no solo sobre el proceso de trabajo, sino también sobre el organigrama interno del centro. Deben poder elegir a las personas encargadas de organizar el trabajo y repartir las funciones que va a desempeñar cada una, así como a las encargadas de controlar que el proceso productivo en su conjunto esté funcionando correctamente. En última instancia, la democratización completa de los centros de trabajo supone acabar con la sociedad de clases, que sin duda debería ser el horizonte del ecosocialismo, pero durante la transición ecológica se pueden ir poniendo en marcha medidas que avancen en esa dirección. Un buen lugar por el que empezar sería la propia administración pública, donde se podrían poner en marcha medidas dirigidas a que los trabajadores decidan cómo se organizan las tareas y cómo se satisfacen las necesidades. También el cuerpo destinado a los trabajos específicamente climáticos podría tener su propio sistema democrático de selección de mandos por parte de las propias trabajadoras.
Los avances en la democratización de los centros de trabajo serían más rápidos y efectivos cuanto más poder de negociación colectiva tuviesen las propias trabajadoras. Para ello, es imprescindible la labor de los sindicatos, cuyo papel en la transición ecológica es clave. No se trata solo de establecer alianzas entre los sindicatos y los grupos ecologistas, sino de que los primeros asuman como propia la lucha contra la crisis ecológica y los segundos entiendan que el trabajo ocupa un lugar absolutamente central en la transición ecológica: que todo o casi todo pasa por lo laboral.
En todo caso, la esfera sindical merece una reflexión particular. Estas organizaciones no pueden atrincherarse en las posiciones defensivas a las que les han llevado cuarenta años de ofensiva neoliberal contra las condiciones de trabajo. Tienen que pasar a la ofensiva de nuevo y asumir horizontes amplios para el conjunto de la clase trabajadora, no restringidos a sus necesidades orgánicas estrechas. Por supuesto, esto no es sencillo y no se logrará en el vacío, sino en un contexto social que lo alimente y propicie y con muchas más personas sindicadas, pero en el Estado español tenemos buenos ejemplos de sindicatos cuyo papel histórico ha ido mucho más allá que conseguir buenas indemnizaciones por despido. Además, la subida de la tasa de sindicación en sectores altamente precarizados, como la hostelería, puede tener un efecto positivo en este sentido. La mayoría de los que se afilian a un sindicato en Starbucks o Amazon, como estamos viendo en Estados Unidos, no se plantean estar en ese trabajo toda su vida, como sucedía en sectores como la automoción o la minería. Esta falta de perspectiva de mejora o simplemente de conservar el empleo mucho tiempo puede llevar a que las trabajadoras sindicadas tengan una visión más amplia de su posición como trabajadoras, como clase. En estas condiciones, el sindicato puede no centrarse tanto en defender unos puestos de trabajo concretos, sino en atacar condiciones estructurales. Por supuesto, esto no va a darse de forma automática, pero quizá actualmente haya una oportunidad de devolverles la precariedad a la que nos están sometiendo en forma de conciencia de clase.
Cuando esto sucede, el potencial para la acción colectiva es enorme. Pensemos por ejemplo en los green bans australianos, una campaña de huelgas llevada a cabo por los sindicatos de la construcción en los años setenta y que consistía en negarse a construir en espacios naturales y a derribar viviendas sociales y edificios con importancia histórica. En una de sus intervenciones, Jack Mundey, uno de los líderes de la campaña, resumió a la perfección no solo el objetivo de las huelgas, sino la intención de los trabajadores de ganar control sobre su propio trabajo y la importancia decisiva que pueden jugar los sindicatos en la lucha contra la crisis ecológica: «Sí, queremos construir. Sin embargo, preferimos construir hospitales, escuelas, servicios públicos y viviendas de calidad que se necesitan con urgencia y con diseños respetuosos con el medio ambiente en lugar de edificios de hormigón horribles y edificios de oficinas cubiertos de vidrio. Aunque queremos que todos nuestros miembros tengan empleo, no vamos a convertirnos en simples robots a las órdenes de constructoras a las que les importa más el dinero que el medio ambiente. Vamos a ir ganando cada vez más poder de decisión sobre qué edificios construimos […]. Los intereses medioambientales de tres millones de personas están en juego y no pueden dejarse en manos de promotores y empresarios de la construcción, cuya principal preocupación es obtener beneficios. Los sindicatos progresistas, como el nuestro, tienen, por tanto, un papel social muy útil que desempeñar en interés de los ciudadanos, y tenemos la intención de desempeñarlo».
Más allá de la importancia que pueda tener reforzar a los sindicatos en una transformación social, una medida decisiva para garantizar una transición ecológica justa que avanzase hacia un horizonte ecosocialista podría ser la del trabajo garantizado. Los planes de empleo de la transición ecológica deberían poder asegurar que todo aquel que quiera trabajar pueda hacerlo. Esto no solo daría un poder de negociación enorme a las trabajadoras para presionar tanto en salarios como en la democratización de los centros de trabajo que señalábamos antes, sino que también garantizaría que nadie se quedase en la estacada, que la transición ecológica no se hace en beneficio de unos sectores de la población y a costa de otros. En realidad no es tan difícil como parece, y no solo porque, como hemos dicho, la transición ecológica va a requerir mucho trabajo. Pensemos que el 53% de las horas dedicadas al trabajo no son remuneradas porque se trata de trabajo reproductivo. Como señalan las feministas marxistas, el capitalismo depende del trabajo no pagado que realizan las mujeres, así que, como apuntábamos más arriba, en buena medida se trataría de socializar al menos una parte de ese trabajo, de que ese trabajo dejase de estar oculto y se realizase de forma colectiva y retribuida en una red de guarderías, servicios de asistencia domiciliaria, residencias, comedores y cualquier otro formato que se nos pudiera ocurrir.
El capitalismo depende del trabajo no pagado que realizan las mujeres, así que en buena medida se trataría de socializar al menos una parte de ese trabajo, de que ese trabajo dejase de estar oculto y se realizase de forma colectiva y retribuida.
Por supuesto, la posibilidad de poner en marcha esta medida, igual que muchas otras de las que necesitamos para llevar a cabo una transición ecológica justa, dependerá de la correlación de fuerzas que exista en la sociedad. La transición ecológica se va a dar en un marco capitalista, al menos en sus inicios. De la forma en que avance y del poder que seamos capaces de acumular dependerá que sea o no el inicio de otra cosa, pero en cualquier caso tenemos que contar con que será un proceso gradual —con acelerones, retrocesos y movimientos inesperados—, pues no parece que ahora mismo exista ninguna organización capaz de tomar el poder de forma efectiva para llevar a cabo una transformación rápida y generalizada. En caso de poder avanzar lo suficiente en nuestras ambiciones, sería deseable una planificación de la economía. Si queremos evitar los peores efectos de la crisis climática y revertirlos en la medida de lo posible, no podemos dejar que los intereses privados sigan decidiendo qué se va a producir y cómo se va a hacer. La falacia de la autorregulación del mercado ya ha causado demasiados destrozos ambientales y sociales y ya tiene en su haber demasiadas muertes. Esto no significa que todo tenga que decidirse en un único organismo central, sino que las decisiones tienen que tomarse de forma colectiva, que los diferentes territorios y órganos de decisión tienen que coordinarse entre sí, con estrategias firmes y tácticas flexibles, y que el objetivo debe ser siempre el bien común.
Todo este proceso de modificación profunda de la organización del trabajo encontrará enormes resistencias y requerirá de la construcción de un movimiento social capaz de ejercer poder de forma efectiva, que pueda controlar o, al menos, influir de forma determinante en las instituciones del Estado a través de sindicatos, colectivos y organizaciones fuertes y con capacidad de movilización. El reto es mayúsculo, pero también lo que está en juego. Y, por muy difíciles que sean las cosas, por mucho que avance la crisis climática, la opción más lúcida siempre será luchar con todas nuestras fuerzas.