Hace unos años, hubo una fuerte polémica en redes sociales porque una organización animalista utilizó el término «violación» para referirse al maltrato que sufren las vacas destinadas a la producción de leche y lo comparaba con la violencia sexual que padecemos las mujeres. Además de por el puñado de idiotas que aprovechó para subir fotos de barbacoas en el tuit original —como si los veganos fuesen vampiros que se desintegran si les acercas una chuleta—, la discusión se viralizó porque a muchas feministas les molestó esta comparación y se sintieron ofendidas por la equiparación de las dos agresiones. La intensidad de este sentimiento de agravio fue una sorpresa. Más allá de que cualquiera que haya tenido contacto con vacas sabe que son animales increíbles que juegan, establecen vínculos profundos y se resisten de todas las formas posibles a la explotación, lo cierto es que los dos tipos de agresión no son tan diferentes. ¿Por qué era tan ofensiva la comparación con ellas o con las formas en que unas y otras son violentadas? Ambas agresiones se producen porque el agresor puede hacerlo, porque hay un constructo social y cultural que le dice que tiene derecho a acceder a ese cuerpo sea cual sea la voluntad del otro ser.
Leyendo los tuits, parecía claro que el sentimiento de ofensa no partía tanto de las diferencias entre uno y otro tipo de agresión, sino del hecho de que se equiparase a las mujeres con las vacas. La comparación suponía un agravio porque implicaba considerar a las mujeres seres inferiores, animales estúpidos y dependientes cuyo único fin es servir a los deseos de los seres humanos, ya sea en forma de carne, de leche o de cuero. Es decir, el sentimiento de agravio procedía de una visión especista del mundo que considera que los seres humanos son superiores al resto de los animales. En el especismo, esta superioridad se traduce en una relación de opresión: en tanto que superiores, los seres humanos tenemos derecho a explotar, maltratar, hacinar y asesinar al resto de animales, a destruir sus hábitats y desplazar sus poblaciones, e incluso a cazarlos por simple diversión o a encerrarlos para poder verlos de cerca. Cuando se expone el especismo de una forma tan cruda como acabamos de hacerlo aquí, seguramente nos vienen a la cabeza imágenes de ricachonas vestidas con abrigos de cría de foca y cazadores subidos a lo alto del cadáver del elefante al que acaban de abatir, pero lo cierto es que el especismo es algo mucho más cotidiano: está en los pinchos que impiden que las palomas puedan apoyarse en los edificios, en los zapatos de cuero que hay en cualquier armario o, también, en el cartón de leche que tenemos en la nevera.
En el patriarcado las mujeres son consideradas inferiores a los hombres, así que parece comprensible querer evitar cualquier comparación que refuerce esta visión. Sin embargo, luchar por la emancipación reforzando la opresión de otros seres no solo es una estrategia cruel, sino a la larga también contraproducente, porque no acaba con las relaciones de dominación, solo las desplaza. En su libro Aphro-ismo, las activistas antiespecistas Syl y Aph Ko respondían a una polémica muy parecida a la que hemos comentado antes que se había producido en Estados Unidos. Activistas antirracistas negros se habían sentido ofendidos porque el movimiento animalista había comparado la situación de los animales encerrados en granjas con la de las personas afrodescendientes en la época de la esclavitud. Ellas, que también son afrodescendientes, entendían de dónde venía la incomodidad porque la asimilación de las personas no blancas con los animales es esencial en el discurso racista y porque era fácil que las personas negras sintiesen esa comparación como una instrumentalización de su lucha, pero, como respuesta, proponían una estrategia muy diferente a la habitual: en vez de protestar contra la comparación, reforzando así la visión blanca que sitúa a los hombres de esta raza en el lugar más alto de la jerarquía, proponían abrazar la animalidad como estrategia para derribar esa categorización y construir un sujeto rebelde que desertase de los presupuestos de su propia dominación. Sugerían reapropiarse de la asimilación de las personas no blancas con los animales y utilizarla como arma de lucha, de forma similar a cómo el movimiento LGTB se ha apropiado de insultos como queer o maricón.
En este número de Corriente Cálida queremos hacer nuestra esa propuesta. Con frecuencia, se señala al capitalismo fósil como el causante de la crisis climática y, por supuesto -y siempre que lo entendamos no como un ente abstracto sino como una serie de relaciones que se encarnan de forma concreta en las personas y las instituciones-, esto es completamente cierto. Sin embargo, es más frecuente pasar por alto que el colonialismo, el patriarcado y el especismo son otros de sus pilares fundamentales. Sin el extractivismo que se produce en los territorios colonizados, sin la consideración del hombre blanco como el centro de la creación o la explotación y sin el asesinato de millones de animales a diario, la crisis climática no existiría. Todos los frentes de la dominación están profundamente imbricados. Como entendieron Syl y Aph Ko, pero también los anarquistas vegetarianos de los años treinta o las sufragistas que lucharon contra la vivisección a finales del XIX, la lucha contra ella también tiene que estarlo.
No obstante, el movimiento contra la crisis climática ha hecho más evidente la brecha que separa a los movimientos ecologista y antiespecista. Aunque desde fuera quizá esto pueda parecer extraño porque el ecologismo lucha por cuestiones que repercuten en el bienestar de los demás animales -como impedir la contaminación de parajes naturales, proteger ecosistemas o impedir proyectos extractivistas-, no lo hace desde una perspectiva antiespecista, sino bajo el prisma del equilibrio de los ecosistemas. Esto hace que no piensen en los demás animales como individuos sino como especies, lo que implica, por ejemplo, que se vea con buenos ojos la eliminación de individuos de una determinada especie que se considere invasiva, algo que el antiespecismo nunca aprobaría. En el caso de la crisis climática, el papel jugado por la ganadería ha supuesto un punto de fricción, ya que el ecologismo tradicionalmente ha defendido la ganadería extensiva y las pequeñas explotaciones. Gracias a los estudios más recientes sobre el tema, hoy sabemos que el modelo extensivo es igual de dañino para el planeta que el intensivo, pero además sería importante dar otro paso en la reflexión. El desafío que plantea la crisis climática es tan grande y la correlación de fuerzas tan desfavorable que no nos queda otra que abogar por soluciones intermedias a corto plazo —en este número proponemos unas cuantas más allá de la reducción en el consumo de carne—, pero quizá podríamos pensar también en esta lucha como una oportunidad para cambiar radicalmente nuestra forma de estar en el mundo. Los antiespecistas generan tanto rechazo porque su visión del mundo atenta directamente contra uno de los presupuestos básicos de nuestra cultura: la superioridad del ser humano respecto a las demás especies. Es normal que el cambio de un rasgo tan central y que atraviesa tantos aspectos de nuestra vida nos remueva. Pero si la lucha contra el cambio climático es una oportunidad también para soñar con una revolución que lo cambie todo, ¿qué es una revolución sino una sacudida de todas las viejas ideas, una forma de hacer añicos el pasado? En lugar de pelear por que cada vez más grupos sean incluidos en la categoría más alta de la jerarquía, algo que, por la propia naturaleza de la jerarquización, es imposible, ¿por qué no imaginar que la derribamos por completo? Si la cadena de montaje fue inspirada por la visita a un matadero, ¿por qué no acabar con los dos de una vez?
Quizá sea el momento de derribar las fantasías que sostienen que los seres humanos estamos en lo alto de la cadena trófica o las que afirman que es posible matar sin sufrimiento, igual que acabamos con las que defendían que los hombres son superiores a las mujeres o las personas blancas a las negras. Si nos diferenciamos en algo del resto de los animales, esa diferencia nos obliga a cuidar, no nos da carta blanca para dominar. Esto no quiere decir que los humanicemos, al contrario: implica escuchar lo que tienen que comunicarnos, respetar sus deseos y sus formas de vida, aprender de ellos, liberarlos de todas las formas de explotación y, por supuesto, no comérnoslos. Convirtámonos en lo que las clases poderosas han temido siempre, en esa hidra de la revolución que inspiraba terror en los inicios del capitalismo: un monstruo al que si le cortas la cabeza le salen dos más, una inteligencia colectiva híbrida e imposible de domesticar que acoge en su seno todas las disidencias y lucha en todos los frentes a un mismo tiempo. Hagamos del resto de animales nuestros camaradas. Proclamemos la república animal.